El poder de la dependencia de Dios

Hay algo absolutamente liberador en alcanzar el límite de uno mismo. En el Reino de Dios, lo que el mundo llama debilidad, Dios lo llama fortaleza. Es una de esas verdades invertidas que Jesús vivió y enseñó, y que continúa confrontándonos con su poder silencioso y radical. Verán, la dependencia de Dios no es un refugio para cuando se nos agotan las ideas ingeniosas; es el lugar del verdadero poder, de la profunda comunión y de la obra más rica del Espíritu.

Recuerdo cómo, al principio de mi camino con el Señor, me esforcé tanto por hacer cosas para Él. Quería servir, liderar, predicar, ver vidas transformadas. Todo ese deseo era sincero, pero intentaba llevarlo adelante con mis propias fuerzas. Pensaba que si tan solo oraba más, estudiaba con más ahínco, trabajaba más, podría traer el Reino. Pero así no es como Jesús operaba, y no es como Él nos ha llamado a andar.

Jesús dijo: «Les aseguro que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo; solo puede hacer lo que ve hacer al Padre» (Juan 5:19, NVI). Eso debería detenernos. Si el Hijo de Dios, sin pecado y lleno del Espíritu, vivía en dependencia diaria del Padre, sin presumir ni apresurarse, ¿cuánto más deberíamos hacerlo nosotros?

Cuando fundé Viña, no fue porque tuviera un gran plan. No fue ingenioso ni estratégico. Simplemente sentí el impulso de Dios y obedecí, temblando. Y cuanto más me apoyaba en Él, más veía su poder obrar de maneras que claramente no dependían de mi capacidad ni de mi carisma. Sanidades, salvaciones, matrimonios restaurados; todo en respuesta a una obediencia sencilla y dependiente. A menudo decimos: «Ven, Espíritu Santo», pero no es una frase mágica. Es una postura del corazón. Es un clamor de dependencia.

En el mundo occidental, y especialmente aquí en el Reino Unido, nos enorgullecemos de nuestra independencia. Admiramos al hombre que se ha hecho a sí mismo, a la mujer capaz. Pero el Evangelio trasciende eso. Nos recuerda que nunca debimos ser autosuficientes. Ese tipo de independencia nos aísla de la vida de Dios. Cuanto más nos esforzamos por ser suficientes por nosotros mismos, más perdemos la gracia que fluye cuando admitimos: «No puedo hacer esto sin Ti».

Pablo comprendió esto profundamente. Escribió: «Pero me dijo: “Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad”. Por lo tanto, gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo» (2 Corintios 12:9, NVI). Esa es la paradoja. Cuando nos gloriamos en nuestra debilidad —no de forma morbosa o autocompasiva, sino con verdad y humildad—, nos convertimos en canales para el poder divino.

Ha habido momentos en mi ministerio en los que no me quedaba nada: emocional, espiritual y físicamente. Recuerdo que una vez me citaron para predicar justo después de perder a un ser querido. No tenía ningún mensaje ni claridad. Pero aun así me presenté y susurré una oración: «Señor, no tengo nada; tendrás que hacerlo tú». Y así lo hizo. La presencia de Dios llegó, no mediante la elocuencia, sino mediante una dependencia pura.

La iglesia primitiva vivía así. No tenían influencia ni estrategia. Tenían al Espíritu Santo. Tenían fe. Y tenían una confianza profunda y constante en Jesús. Eso fue lo que revolucionó el mundo.

Si vamos a ver a la Iglesia resurgir con poder —no en dominio, sino en compasión, misericordia y autoridad— será porque hemos regresado a esa dependencia. No solo en crisis, sino como un ritmo diario. La oración deja de ser un deber para convertirse en un salvavidas. La adoración deja de ser una actuación para convertirse en una entrega. La obediencia deja de ser una carga para convertirse en una alegría.

Quiero animarte hoy: deja de intentar ser fuerte. Permítete apoyarte en Dios. Dile: «No tengo lo que se necesita, pero confío en que tú sí». Ese es el terreno donde crecen los milagros. Ese es el camino del Espíritu. Y en ese lugar, descubrirás que su yugo es realmente suave y su carga ligera.