Ver no es creer 

En nuestra era de evidencia, se nos dice constantemente que ver es creer. Vivimos en un mundo marcado por el empirismo, donde la verdad supuestamente solo se verifica mediante la vista, las pruebas y los datos. Pero el evangelio revierte esta sabiduría mundana. La Palabra de Dios declara, no una sino muchas veces, que la verdadera fe no nace de la vista, sino del Espíritu. Lo que vemos con nuestros ojos puede engañar, pero lo que el Espíritu revela nos lleva a la vida.

Jesús mismo declaró a Tomás, después de la resurrección: «Bienaventurados los que no vieron, y creyeron» (Juan 20:29). Esto no es solo una reprimenda a la duda, sino un llamado a una visión más profunda: lo que Pablo llama «los ojos del corazón» (Efesios 1:18). La vista física es limitada. Se fija en las apariencias. Pero la fe contempla las realidades invisibles que son eternas. El apóstol Pablo dice: «Por fe andamos, no por vista» (2 Corintios 5:7). Esta es la esencia de la vida cristiana.

La fe no es la ausencia de evidencia; es la confianza en la Palabra de Dios. Cuando reducimos la creencia a lo que podemos verificar físicamente, despojamos al evangelio de su poder. Consideremos a Abraham, el padre de la fe. Creyó en Dios incluso cuando no había nada que ver: ningún hijo, ningún heredero, ninguna prueba visible de que la promesa de Dios se cumpliría. Pablo escribe: «Contra toda esperanza, Abraham creyó en esperanza...» (Romanos 4:18). Esto no fue ceguera, sino valentía: confiar en el carácter de Dios por encima de la claridad de las circunstancias.

Jesucristo vino al mundo no solo para ser visto físicamente, sino para ser conocido, valorado y digno de confianza. Miles lo vieron, presenciaron sus milagros, escucharon sus enseñanzas, pero no creyeron. Los fariseos vieron más que la mayoría, pero sus corazones se endurecieron. ¿Por qué? Porque la vista por sí sola no salva. La fe sí.

El hombre natural exige señales y prodigios, siempre esperando más pruebas. Pero el corazón regenerado se deleita en la suficiencia de la Palabra de Dios. Como dice Pedro: «Aunque no lo han visto, lo aman; y aunque ahora no lo ven, creen en él…» (1 Pedro 1:8). Esta es la paradoja de la fe cristiana: las cosas más reales son aquellas que no podemos ver con nuestros ojos, pero que conocemos en lo profundo porque el Espíritu da testimonio.

Creer sin ver no es una fe inferior; es la fe que agrada a Dios. «Ahora bien, la fe es la certeza de lo que esperamos, la convicción de lo que no vemos» (Hebreos 11:1). Esto no es un salto a la oscuridad, sino un paso hacia la luz que los ojos del mundo no pueden percibir.

La fe ve a través de la niebla de las circunstancias, a través del velo de lo temporal. Mira más allá de la tumba y ve la resurrección. Mira más allá del sufrimiento y ve la gloria. Mira más allá de lo visible y cree en la promesa. Esta es la clase de fe que agrada a nuestro Señor. No del tipo que espera señales visibles, sino del que se aferra a certezas invisibles.

Debemos preguntarnos: ¿confiamos en Dios solo cuando podemos rastrear su mano, o estamos dispuestos a confiar en Él cuando no podemos ver nada? El salmista dice: «Habría desmayado si no creyera que veré la bondad del Señor en la tierra de los vivientes» (Salmo 27:13). Creyó antes de ver.

Este es el llamado del discipulado: confiar en el Señor con todo nuestro corazón y no confiar en nuestro propio entendimiento (Proverbios 3:5). En un mundo que exalta la vista, los cristianos estamos llamados a vivir por fe: una fe que ve a Cristo como más real que todas las sombras pasajeras de este mundo. Y un día, esta fe dará paso a la vista. Pero hasta entonces, creemos, y somos bendecidos.