Sanación a través de la Palabra 

Hablar de salud es hablar de la promesa de vida de Dios. No solo la vida que perdura durante unas décadas con la fuerza del cuerpo, sino la vida que fluye del Dios vivo a través de su palabra viva. Las Escrituras no rehúyen nuestra fragilidad, nuestra enfermedad ni la realidad de la muerte. Sin embargo, una y otra vez, proclaman que en la palabra de Dios hay sanidad, restauración y plenitud de vida. «Lo saciaré de larga vida y le mostraré mi salvación» (Salmo 91:16). Esta promesa va más allá de la simple longevidad, hacia la profunda satisfacción que se siente cuando el alma está anclada en la presencia salvadora de Dios.

La Biblia no solo consuela a los enfermos, sino que también trae el poder de Dios para sanar. «Envió su palabra y los sanó, y los libró de su perdición» (Salmo 107:20). La palabra de Dios no es distante; es viva y activa, llevando el toque sanador de Cristo a la fragilidad de nuestras vidas. Cuando Isaías profetizó que el Siervo del Señor llevaría nuestras enfermedades y soportaría nuestros dolores, y que por sus llagas somos sanados (Isaías 53:4-5), nos señalaba a Jesús, quien en los Evangelios hizo visible el reino al sanar a los enfermos. «Señor, si quieres, puedes limpiarme», dijo el leproso, y Jesús lo tocó: «Quiero; sé limpio» (Mateo 8:2-3). Cada sanación era señal de la sanación mayor obtenida en la cruz.

Mateo nos dice que Jesús «sanó a todos los enfermos» para cumplir las palabras de Isaías (Mateo 8:16-17), y recorrió todos los pueblos y aldeas «sanando toda enfermedad y toda dolencia» (Mateo 9:35). Acudían multitudes trayendo a sus cojos, ciegos, lisiados, mudos y muchos otros, y él los sanaba (Mateo 15:30). Una y otra vez, los evangelistas registran su compasión. «Hija, tu fe te ha salvado; ve en paz y queda sana» (Marcos 5:34). A Bartimeo le dijo: «Vete; tu fe te ha salvado» (Marcos 10:51-52). El poder de sanación nunca fue abstracto; estaba ligado a la fe en el Cristo vivo.

Este ministerio no terminó con su vida terrenal. El Señor resucitado ordenó: «Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio… estas señales acompañarán a los que crean… pondrán las manos sobre los enfermos y sanarán» (Marcos 16:15-18). Lucas nos dice que al ponerse el sol, «todos los que tenían enfermos de diversas enfermedades los trajeron a él, y él, poniendo las manos sobre cada uno de ellos, los sanó» (Lucas 4:40). Y en Hechos vemos que Jesús continúa su obra sanadora por medio del Espíritu. Pedro llamó a la gente al arrepentimiento para que “tiempos de refrigerio vengan de la presencia del Señor” (Hechos 3:19). Se nos dice que Jesús “anduvo haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hechos 10:38).

Santiago exhorta a la iglesia a encarnar este mismo ministerio: “¿Está alguno enfermo entre ustedes? Llame a los ancianos de la iglesia… y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará” (Santiago 5:14-15). Pedro lo ancla todo en la cruz: “Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que muramos al pecado y vivamos a la justicia. Por sus heridas ustedes han sido sanados” (1 Pedro 2:24).

La salud, entonces, no es un ídolo que se busque por sí misma, sino un don que fluye de la palabra viva de Dios. Nos señala a Cristo, quien sana no solo cuerpos sino almas, no solo temporalmente, sino para la eternidad. Atribuirnos a la salud vital es atribuirnos a él, someternos plenamente a su palabra, confiando en que cada promesa encuentra su "Sí" en Jesús. Las Escrituras nos llaman a creer, a obedecer, arrepentirnos, a orar y a tener esperanza. En ellas encontramos al Cristo que es sanador y Salvador, que da vida en abundancia ahora y para siempre.